Hace XXI siglos vino al mundo un hombre muy controversial para su época, esta persona es el Señor Jesucristo, Aquel que dijo “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia porque serán saciados” (Cf. Mt 5, 6). Él reveló ese rostro entrañablemente misericordioso del Padre en su lucha porque reinase el amor, liberando a los oprimidos por los preceptos sociales, religiosos y económicos que los marginaban.
Dentro de éstos marginados se encontraba la mujer, la actitud de Jesús frente a esta realidad fue la de acogerlas con suma benevolencia, la de romper las distintas estructuras que las deshumanizaban, la de dignificar todo su ser, haciéndolas partícipes de su misión, rodeándose de ellas, creando vínculos de amistad profunda. Fue una mujer la que anunció a los discípulos al Resucitado (Jn 20) y es en una mujer en quién se cumplió la promesa hecha a Abraham y a sus descendientes, ella es la Santísima Virgen María: “Ella misma sobre- sale entre los humildes y pobres del Señor, que de Él esperan con confianza la salvación. En fin, con ella, excelsa Hija de Sión, tras larga espera de la primera, se cumple la plenitud de los tiempos y se inaugura la nueva economía”1.
No es un secreto que en el Pueblo de Israel la mujer no tenía el lugar que le correspondía como persona, a excepción de unas pocas que sobresalen en las Sagradas Escrituras por su participación en los proyectos de Dios y su docilidad ante ello. En el Antiguo Testamento la Alianza que Dios hace con Abraham, el padre de la fe, se traspasaba al hijo primogéni- to y después tenemos este gran cambio que se da en la plenitud de los tiempos al cumplirse en María, la Madre de Jesús.
Este giro que se da en la historia del pueblo escogido de Dios sigue siendo actualidad para los cristianos de hoy y, María es esa voz que Dios da al silencio de tantas mujeres oprimidas desde sus precursoras hasta nuestra generación. Dios se complace en realzar la dignidad de la mujer en María, modelo de seguimiento. Él quiere que sea posible la fraternidad de todos sus hijos, “no se hace diferencia entre hombre y mujer” (Cf. Gá 3, 28) y no cesa de comunicarse a la humanidad a través de los signos de los tiempos, del discernimiento espiritual, que no debe ser sólo a nivel personal sino siempre en miras del todo, ya que la experiencia del encuentro con el amor de Dios moviliza a la persona y lo lleva a hacer posible su sueño: la unidad de todos sus hijos. Es el Espíritu Santo quien capacita al creyente para poder ir respondiendo a esta exigencia evangélica. He aquí la importancia
La mujer sigue siendo hoy excluida, silenciada y oprimida en las diferentes dimensiones de su ser, en distintas realidades y culturas. Ella es la columna de la familia, la que asume el rol de educar el corazón de las futuras generaciones, impregnando en ellas los valores del Evangelio. Aquí radica el interés de velar por sus derechos, de prestarles especial atención, luchar para que sean madres y esposas íntegras, es hacerlas conscientes de todas sus potencialidades, que no deben cansarse de luchar por sus sueños, que hay un Dios que las acompaña y quiere que entreguen lo mejor de su más pura esencia al mundo. Por otro lado están las madres espirituales: las laicas consagradas, religiosas de la vida contemplat
En distintos momentos, el papa Francisco se ha pronunciado realzando el rol de la mujer dentro de la Iglesia. Existe una cierta subestimación de las mismas dentro del cuerpo místico de Cristo. Lastimosamente, es una realidad partidarios de estas corrientes que se han venido arrastrando desde hace siglos, porque entonces ¿cómo habrá verdaderos testigos de su amor si no se insiste en promover la inclusión? Por su parte, la Iglesia católica hoy propone retornar a la sinodalidad, esto en el fondo guarda una actitud de escucha, dando cabida a las diferentes sugerencias, propuestas y perspectivas, buscando el enriquecimiento con la acción del Espíritu Santo. Él hace posible la unidad en la diversidad, para así todos juntos llevar a cabo la misión encomendada desde el Bautismo a cada cristiano.
En algún momento San Juan Pablo II dijo éstas palabras: “Por desgracia somos herede- ros de una historia de enormes condicionamientos que, en todos los tiempos y en cada lugar, han hecho difícil el camino de la mujer, despreciada en su dignidad, olvidada en sus prerrogativas, marginada frecuentemente e incluso reducida a esclavitud. Esto le ha impedido ser profundamente ella misma y ha empobrecido la humanidad entera de auténti- cas riquezas espirituales”2.